SAN JOSÉ DE CALDAS, PLANETARIO SIN IGUAL

 

Octavio Hernández Jiménez

 

Si algo digno de admiración tiene San José de Caldas es paisaje. Trescientos sesenta grados, si la persona gira sobre sí misma, y ciento ochenta grados de puro firmamento, si levanta la mirada. En el centro de la esfera, este pueblo sobre la cuchilla que corre de norte a sur.


Abajo, al occidente, el lujurioso Valle del Río Risaralda se desliza entre sembrados de caña de azúcar, guaduales y potreros y nos incita a recitar el brioso encabezamiento de la novela “Risaralda”:


“Valle anchuroso de Risaralda,    valle lindo y macho que se va regando entre dos cordilleras como una mancha de tinta verde. Llanura de dulce nombre que de tan serlo se deslíe en los labios como un confite de infancia” (Bernardo Arias Trujillo, Risaralda, 1960, p.1).

 

Al oriente, el Cañón del Cauca que brama encañonado en las noches de invierno. Fray Pedro Simón, en sus Noticias Historiales, ya en el siglo XVI, refiere que el ámbito que se abre ante nuestros ojos se conocía con el nombre de “Provincia de los Ríos”.


Desde la cuchilla en la que están enclavados Belalcázar, San José y Risaralda, hacia el oriente, se divisan las avenidas “12 de octubre” y “Centenario” de la ciudad de Manizales, como la proa de un arca varada a media falda de la cordillera central y, como telón de fondo, El Ruiz, Santa Isabel, el Cisne y el Paramillo de Santa Rosa exhiben, en la mañana, las calvas peladas de nieves. El poeta y novelista caldense que contempló este mismo escenario, en los años posteriores a 1930, escribió: “Se domina la cordillera central, con los esparadrapos del Ruiz, el Tolima, Herveo, Santa Isabel, el Cisne, Santa Rosa y, más acá, Manizales, desde cuya altura vigila el desarrollo de sus pueblos” (B.A.T. Ibid, p.88).


Lástima que, por el ‘cambio climático’, esos “esparadrapos” se hayan reducido a su mínima extensión o reaparezcan, en una espléndida mañana, después de una noche de lluvia intensa.

La cordillera occidental “emocionada de cerros hiperbólicos que tienen las cúspides heridas y calvas, con vendajes de nubes que blanquean en sus flancos”, ofrece a la contemplación, su altura máxima, en este trayecto, con el nombre de Cerro de Tatamá que, en lenguaje chamí, significa Abuela. En el centro de su silueta se abre la ‘Ventana’ hacia el océano deslumbrante.


De mañana a tarde y aún en la noche, el Cerro de Tatamá es solaz para infinidad de habitantes de varios pueblos del occidente de Caldas y del Risaralda. Tiene el extraño magnetismo de no cansarnos con su encanto. Nos mantiene alelados como lo hace el Nevado del Ruiz con los manizaleños y villamarianos y, en momentos de decaimiento, nos reconforta al presentarnos una faz que no se doblega jamás. Por eso, el Cerro de Tatamá es, a mucho honor, nuestro tótem máximo. Mis tías abrían las ventanas, en las mañanas, cuando apenas rayaba el sol, para ver “cómo amaneció el Tatamá”, como si fuera un viejo miembro de la familia al que hay que consentir con arrumacos.


Cuando L. Fda. Guevara, de Apía, conversó con un intermediario para que le consiguiera una finca que anhelaba comprar, le puso una condición: Que la casa tuviera vista completa del Cerro de Tatamá. Felizmente, sus deseos se hicieron realidad.


El Alto de la Cruz queda a diez minutos, a pie, desde la Plaza principal de San José. Frente al observador, el pueblo aparece encaramado como una silla de montar sobre el lomo de una bestia. Su pedestal es tortuoso. Más largo que ancho. Va de norte a sur. Sigue los vaivenes de este abrupto contrafuerte. Las casas construidas a la derecha reciben el sol de la mañana. Las casas construidas a la izquierda, reciben el sol de los venados. Las horas de sol que fueron asignadas a cada domicilio tienen una distribución justa y milimétrica.


Las viviendas son, en su mayoría, de bahareque de guadua, llamado “acero vegetal”. Hasta hoy, ninguno de los huracanes prehistóricos que se apoderan sin contemplaciones de la Cuchilla de Todos los Santos ha logrado doblegar alguna de las viviendas de bahareque de guadua. Las casas, en su mayoría, están cubiertas con las mismas tejas de barro con que las techaron los colonos a comienzos del siglo XX.


Las fachadas de las viviendas, en el área urbana de San José de Caldas, edificadas al oriente, estuvieron forradas con láminas de zinc para favorecerlas de los huracanes que se vienen galopando desde el Pacífico. En las casas del occidente, forraron la parte posterior.


El sector tradicional llegaba, desde la entrada de Belalcázar, hasta la actual Alcaldía. A partir de la década de los ochenta del siglo XX, el pueblo se ha extendido, en forma sorpresiva, sobre todo hacia el norte, siguiendo el vaivén del que se llamaba Camino de la Estrella. Hacia ese punto cardinal, quedan los edificios de la Alcaldía, la Cooperativa de Caficultores y Comité de Cafeteros, el nuevo Colegio Santa Teresita, los barrios El Carmen, La Unión y El Portal, los tanques del acueducto, el Hogar del Anciano, el Cementerio y la Unidad Deportiva Centenario.


A mano izquierda, como apéndices de la Calle de la Ronda, hacia el valle del río Risaralda, aparece el Barrio de la U y, más alejado, el Barrio San Jorge. Nacen en la tradicional Calle de la Ronda. Al lado oriental, partiendo del Banco Agrario, encontramos el Barrio La Esperanza, que ocupa el comienzo del que se llamó anteriormente Camino de La Primavera.

 

El llamado Bajo Occidente de Caldas es un territorio que gira alrededor del Valle del Risaralda. “Este valle se llamaba al tiempo de la Conquista Amiseca; los conquistadores lo llamaron de Santa María y, más tarde, desde la Colonia, se le llamó de Rizaralda, porque allí tuvo una hacienda el español Emilio de Rizaralde” (Rufino Gutiérrez, 2008, p. 274). Por el centro, a todo lo largo, serpentea una boa de plata.


En el centro del Valle del río Risaralda dormita Viterbo, urbanísticamente la población más bien trazada de Caldas. Se logra distinguir perfectamente el ‘túnel’ vegetal de los Samanes, entre la Fonda Asia y el casco urbano de ese municipio. Se observa la carretera central con sus perspectivas soñolientas que comunican a Pereira, Cartago y LaVirginia con Anserma, Riosucio y Medellín.

La industria pesquera está muy desarrollada en este valle. A simple vista se distinguen innumerables estanques por los lados de La Isla (Belén de Umbría), Remolino, Cabo Verde, Changüí, Pinares (San José) y Acapulco (Belalcázar).


Desde La Cruz se puede contemplar varios villorrios nuevos de techos iguales. Son los condominios que gentes de Pereira, Cartago, Manizales y localidades circunvecinas escogieron para disfrutar plácidamente de la Creación, en sus ratos de ocio. Para 2010, San José contaba, en el territorio que tiende sus pastizales hasta la carretera central, con dos condominios: “Valles de Acapulco” con 52 cabañas y “Río Bravo” con 17 cabañas.


El resto es caña de azúcar que alimenta los hornos y chimeneas del Ingenio Risaralda ubicado en la salida de La Virginia hacia Balboa (Rda.). Allá, al sur, se ven las chimeneas echando humo y pavesas sobre el valle que lo alimenta de materia prima. Cuadrícula verde de todos los colores, como diría Aurelio Arturo o Bernardo Arias Trujillo cuando describió, en “Risaralda” la hacienda Portobelo, junto a La Virginia: “Tierra de promisión y, en el llano infinito, hay todos los verdes imaginables: el verde vegetal de tono suave, el verde niño del mar, el verde anecdótico de cielo vespertino, y el verde añil de gafas de turista que alivia de tanta luz, como un colirio…” (Ibid. p.89).


En el norte, al fondo, sobre el casco urbano de San José queda Risaralda, detrás del cerro en donde bosteza la Fonda de Santa Ana y, un poco a la izquierda, brilla la ciudad de Anserma como el caparazón de una tortuga dormida.


Al occidente, entre Viterbo, la tierra del dulce nombre, y Anserma, llamada Abuela de Caldas, en mañanas y noches, se ve brillar el caserío de Taparcal, perteneciente a Belén que queda detrás de ese contrafuerte de la cordillera occidental. Este fue el globo de tierra, de más de cinco mil hectáreas que don Francisco Jaramillo Ochoa compró al riosuceño Jorge Gartner, “en bosque, en 1893, denominado Umbría, situado en donde años después fundarían a Belén de Umbría. (A.Valencia Ll., 1994, p.183-214).


Atrás de Taparcal, el Alto de Serna que guarda secretos de comunidades indígenas ya desaparecidas. Han sobrevivido a las calamidades de la naturaleza y al aniquilamiento de los humanos, una comunidad indígena que habita La Morelia, al pie de la montaña en que estamos parados.


Si de Viterbo se sube la montaña occidental y se baja, hacia el flanco occidental, en un tiempo de cinco minutos, en carro, se encontrará con Apía a donde viajaron muchos sanjoseños, cuando no había colegio, a estudiar en sus magníficos establecimientos educativos. Por esos mismos lados, más al sur se divisa territorio de Santuario y Balboa (Rda.) con sus cultivos tecnificados de tomate. Balboa se divisa como una vieja máquina de escribir.


El norte de los colonos quedaba al sur. Al llegar a este Alto de la Cruz, los colonos, entre el siglo XIX y XX, divisaban en lontananza, la tierra prometida. Al sur de la serranía en que estamos divisando, se alza Belalcázar (Cds) y su símbolo sobresaliente, el Monumento a Cristo Rey, de 45 metros de altura. Se divisa, allá, esperando visitantes que quieran recorrer una obra más ambiciosa que el Cristo de Río de Janeiro: más alta y se puede ascender por sus escalas interiores.


Al pie de Belalcázar, hacia la derecha, “sobre una pequeña altura, en el vértice de Cauca y Risaralda se mira el puerto mulato de La Virginia” (Ibid., p.88). Al fondo, Cartago, se mimetiza en el azul caliginoso de las tardes. En la noche, las ciudades del Valle del Cauca titilan como barcos anclados en las ensenadas del oscuro infinito.


Los atardeceres, como en casi todo Caldas, se tiñen, sobre el Tatamá, con la sinfonía del arco iris. El sol que muere en América nace en el Lejano Oriente que, en realidad, para nosotros que no somos europeos, es el Lejano Occidente. Sus rayos oblicuos chocan con la superficie del océano y sus reflejos llegan hasta nosotros, en forma de arreboles, en esos ocasos suntuosos.


Cuando no había aún televisión en el país, a la hora del ángelus, frente a las ventanas de las casas o en los corredores de las fincas, se sentaban los abuelos a narrarnos a sus nietos viajes de parsimoniosos reyes magos, princesas y monstruos, basándose en el desplazamiento de esas nubes barrocas que se yerguen sobre la montaña tutelar, en donde el firmamento se convierte, por obra y gracia de la fantasía, en el más gigantesco telón de fondo, móvil y a todo color. A los pies de ese pesebre, serpentea, inmóvil, una corriente de plata.


La noche embriagaba a quienes no eran capaces de acostarse a dormir después de entonar el avemaría. Un tiple y una guitarra, en una bocacalle inundada por las fragancias del jardín inmediato, ponían música a tan lujoso espectáculo. De pronto, por la ventana, se asomaba el rostro de la mujer amada o por el camino pasaba, apurado, el cuerpo lánguido del Judío Errante.


En las noches despejadas, la vista desde el Alto de la Cruz es un espectáculo superior al que se puede observar en un planetario. Se aprecia “ese maravilloso techo sembrado de luces doradas” ante el que se abismaba Hamlet. Cielo incontaminado y estrellas titilantes, como al otro día de la Creación. Fogatas que cabecean variando la intensidad de sus colores. Desde este lugar se pueden trazar variados mapas de las rutas celestes (ver O.H.J. Cartas a Celina, 1995).


En noches despejadas, ese firmamento se prolonga en la tierra. La tierra cafetera es una de las más pobladas de luces artificiales, en la noche. Por eso, titilan Anserma, Viterbo, Belalcázar, La Virginia, Cartago, el Camellón de Cerritos, en la entrada a Pereira y otros navíos nocturnos en el Valle del Cauca. Se contemplan los cielorrasos de las nubes iluminadas por la luz artificial de Santa Rosa, Marsella, Chinchiná y Neira; la luz de Palestina que espera agrandarse con los reflectores nocturnos del aeropuerto y, atrás, la procesión detenida de lámparas, en las citadas avenidas de Manizales. Estamos sumergidos en el interior de una burbuja de luz.


Sobre todo, en verano, el novillo del viento huracanado hacía replegarse, hacia el burladero de sus casas, a los habitantes que, sin otra opción, se ponían a contar cuentos. Actualmente se aislan, como en el resto del mundo, a ver televisión o a juegos electrónicos.


Fue, en el Alto de la Cruz en donde, en una tertulia con un grupo de arquitectos, entre ellos J. E. Aristizábal y M. C. Torres, el jueves santo de 1979, por la noche, dedujimos que era una lástima que, con semejante oportunidad de estudio, no tuviéramos un astrónomo que nos enseñara que el cielo era mucho más que un objeto de entretenimiento. Los antiguos descubrieron, estudiando el cielo, el tiempo y la dimensión de la tierra. Los griegos y los viajeros del desierto, siglos antes que Colón, supieron que la tierra era redonda mirando el cielo. Las estrellas guiaron a los polinesios en sus viajes por el mar.


Para nosotros, aquí, son fogatas que sirven para poner anavegar nuestros sueños. Los astronautas que llegaron a la luna se guiaron por las estrellas en su viaje de varios días y varias noches.


Vendrán otras generaciones que, desde un lugar como éste, explorarán nuevos mundos. De pronto, desde la Cruz alguien, alguna noche, presencie el estallido de una supernova. Tal vez una explosión que ocurrió decenas de miles de años luz y, apenas, sus efectos visuales se manifiestan en la Tierra.


Cuando niño escuchaba leer al sacerdote el Evangelio según el cual el Demonio condujo a Cristo a “un monte muy alto y mostrándole todos los reinos del mundo y la gloria de ellos, le dijo: Todo esto te daré si de rodillas me adoras” (Mt.4,8-9). Con mi fértil y a la vez limitada imaginación suponía que ese sitio no podía ser otro que Alto de la Cruz. En escasos lugares como este se puede ofrecer, en un ataque de soberbia, un reino por este mundo.