¡RESURGE, ANSERMA CALDAS!

 

Octavio Hernández Jiménez


(En la noche del 14 de enero de 1983, hace treinta años, un incendio fortuito destruyó el templo de Santa Bárbara, en Anserma, Caldas. El autor publicó este texto en la edición del periódico La Patria, de Manizales, correspondiente al 19 de enero de ese año, como elegía y homenaje).


Cada conglomerado, en distintas culturas, ha dedicado lo más precioso de su arte, lo mejor de su afecto, el sobrante de su elemental economía, a través de años y siglos, para levantar y embellecer los templos que, en el futuro, habrán de salvarlo del anonimato.


Los edificios de esta clase son, casi siempre, motivo de orgullo para cada pueblo. Destruirlos es socavar la identidad, la personalidad, la personificación de constructores, decoradores y de quienes se han dedicado a conservarlos. 


El templo de Santa Bárbara, en Anserma Caldas, era para sus habitantes y feligreses la joya arquitectónica que habría de preservarlos del olvido, pero la imprevisión o el destino lo convirtió en otro santabárbara infernal de llamas y cenizas. 


No fue éste, entonces, un incendio más. Se aniquiló el hogar grande y noble de los ansermeños, en cuyo regazo, para muchas generaciones, se escenificaron los ritos para ingresar a la vida social y retirarse de ella. 


La paz de sus naves, el color celeste de sus maderas, el esplendor de su imaginería, transmitían la sensación de ancestrales refinamientos. 


Recuerdo la mañana de mi temprana infancia (1952) cuando corrieron el velo morado que cubría el retablo central, gótico, de madera caoba y dorada. 

No olvido ese grito de asombro, ese Ohhh prolongado, ese aplauso sonoro de la multitud asistente al acto inaugural encabezado por el párroco Francisco Villegas. 


Un hito en la memoria individual y colectiva. Era la coronación sublimada de los sueños de un pueblo con vocación de perennidad. 


Comenzó, poco después, el drama de las destrucciones encarnizadas, pero siempre Anserma libró con ardor la batalla por conservar el templo de abajo como símbolo sagital. 


En esa racha destructora, el noble parque Robledo, con prados, araucarias y retretas, sucumbió, como muchas casonas de balcones arrodillados. Es la señal del fin de una época. 


Pero el templo seguía en pie. Con anterioridad al incendio, se había reconstruido la fachada, en ladrillo y cemento,  preservando el estilo de la torre matriz. Igual se hizo en los templos parroquiales de San José y de Risaralda. Se atajaba la labor destructora de la lluvia sobre la madera y los orificios en las láminas de zinc. 


No se quiso seguir el ejemplo irracional de curas que, en Belalcázar, Apía y otras poblaciones arrasaron con templos gemelos al de Anserma, para alzar esperpentos de hierro y cemento, al estilo galpón de pollos o hangar de aviones. Construcciones con las que esas comunidades no han podido identificarse porque arrastran el vuelo a la piedad.  

 

Santa Ana de los Caballeros, la muy noble y leal, cuenta desde ya, dentro de su arsenal de leyendas, tal vez con la más cercana a la epopeya, por sus destellos apocalípticos: “Había una vez un templo de maderas preciosas, con ricos objetos de arte acumulados a través de los años, que en la noche del 14 de enero de 1983, quedó reducido a un rescoldo en el recuerdo, como si jamás hubiese sido; hay personas que dicen haber escuchado la estridente carcajada vengadora de la princesa indígena desde su anda procesional y que las campanas de la época colonial que se ahogaron abajo, en un remolino del río, volvieron a doblar a rebato”. 


La voz de las campanas que ahora suenan no solo es un tañido de réquiem: es, otra vez, la convocatoria a todos los ansermeños para que, como nuevos sísifos, reinicien el ascenso con las piedras a cuestas que cimentarán el nuevo símbolo de su erguida idiosincrasia.