MINERÍA INFERNAL EN CALDAS

 

Octavio Hernández Jiménez

 

Muchos mineros desplazados de Marmato, por la venta de las minas a empresas extranjeras, se fueron acomodando por las márgenes del río Cauca que, desde tiempos inmemoriales, debido a los constantes brotes de violencia ocurridos en su larga trayectoria desde cuando cruza por el Valle del Cauca, ha sido conocido como río de las tumbas. En la primera década del siglo XXI, se incrementó por ese cañón azaroso, la explotación artesanal del oro sobre todo en el trayecto comprendido entre el caserío de Irra y La Pintada.

 

Por doquier, Colombia entró en el auge de la explotación minera legal e ilegal, industrializada y artesanal, desde finales del siglo XX. El oro ha sido el valor universal, en estos tiempos, sobre el dólar, el euro y la libra esterlina. Quien guarda lingotes de oro puede sentirse tranquilo porque en verdad es rico. El resto de formas convencionales han hecho trastabillar la economía.

 

Fuera del barequeo individual o grupal, hacen el procedimiento de dos formas:

 

Las minas de filón. El filón es el material que se tritura en búsqueda del oro ya sea recurriendo a la dinamita o a productos químicos. Es lo que manejan en Marmato. El más barato.

 

De Marmato para arriba, por el Cauca, buscan oro de aluvión. Es  más fino; lo funden partiendo del polvo fino y granuloso. Al oro triturado lo convierten enguayabas. Las guayabas son pedazos de oro pequeño o grande, de 30 o 40 gramos. A las guayabas también las conocen como carachas. La aguja es una grieta pequeña con algo de oro. El oro más apetecido es el oro rojo de Buenaventura.

 

Con papeles o sin papeles, a grandes compañías internacionales, a grupos legales e ilegales les dio por revolcar la tierra y convertir bosques, selvas y praderas exuberantes, dedicadas a la ganadería y la agricultura intensiva, con guaduales pensativos, en socavones y basureros de un triste cascajo amarillo.

 

La técnica más artesanal consiste en abrir estrechos cuadros verticales,  de un metro de lado y variada profundidad; pueden ser de 20, 30, 40 o más metros de hondo y, en donde encuentren peña, tuercen el rumbo del hueco y siguen cavando en forma horizontal; llegan a hacer socavones de 30, 50, 100, 200, 300 y más metros de largo.

 

Varias personas ambiciosas pueden asociarse y contratar un número  de trabajadores de acuerdo con las posibilidades de la mina. Los socios aportan los malacates o ruedas para bajar los trabajadores al fondo del pozo abierto quienes abren túneles, transportan y  suben el material que van a lavar. Fuera de los malacates, los socios aportan las poleas, herramientas y los arietes para introducir el agua o sacar el lodo cuando se inunda el pozo. Para manejar los malacates se requiere gente fornida que sea capaz de contrarrestar el peso del que baja al ir desenvolviendo la polea; debe no dejar coger ventaja a la rueda y así evitar que fracase el que baja a semejante profundidad. En épocas pretéritas ese trabajo lo ejercían con bestias.

 

Socios y trabajadores llegan a un acuerdo en la repartición de lo explotado. Puede ser, por ejemplo, de un 50 por ciento para los socios y otro 50 por ciento para el grupo de trabajadores aunque no es extraño darse cuenta de que los unos les echan clavija a los otros.

 

La mina de cúbico es un hueco vertical, enmaderado a su alrededor. El socavón horizontal es la rampa. Al bajar por el cúbico se enmadera con matarratón y cocas de guadua. Cuando se baja a peña se hace como una puerta y se empieza a encamar también con matarratón y cocas de guadua con el fin de proteger el terreno de desmoronamientos. Anillar es poner las paredes de madera entre las vigas.

 

Adelante van los picadores con las picas como estandartes con las que derriban el material con que se van topando, ya sea piedra, tierra, arena o barro. Buscan la peña viva que echa chispas. Endemar consiste en buscar el oro en la peña valiéndose de muros de madera que se van añadiendo a los tramos anteriores. En la peña aparecen vetas de oro y empiezan a seguirla. Un trabajador de la mina de Leo comentaba que: “Trabajamos como debajo de un comedor, en cuclillas, y así amarramos los baldes de la pluma que es como un sistema de poleas con un motor que sube y baja la carga por el cúbico” (Arango A. Mónica, 17 de mayo de 2015, p.10).

 

Forman cadenas humanas a veces de más de 30 personas que sacan el material, en baldes. Afuera lo lavan con el agua que, muchas veces, extraen con los arietes de la mina y lo van escudriñando con ojo de águila.

 

No es raro que al encontrar buena cantidad de oro de aluvión, un minero se unte el dedo y, como si probara sal, lo lleve a la lengua; generalmente, en ese momento, los demás se quedan en silencio pero luego irán a contarle al patrón para que prescinda del avivato de turno.  

 

El oro que encuentran se mide por onzas, gramos, tomines y castellanos. Según cálculos de los mineros, un tomín es menos que un gramo; para otros, 3 tomines equivalen a un gramo. Un gramo es como dos cabezas de fósforos.

 

En tiempo de la tragedia, en El Playón, junto al Túnel, contaban los mineros que, ahí, extraían entre 30 y 40 tomines al día. Una onza de oro se asemeja en tamaño a la cabeza de un fósforo y, en febrero de 2012, la vendían, en Arauca o Irra, por 65 mil pesos. En Arauca pagaban un tomín, en 2015, a 40 mil pesos.

 

Ocho tomines conforman un castellano. Cuatro onzas forman un castellano y se vende por unos 240 mil pesos. El dólar en ese momento estaba a 2.380 pesos. Como en el caso del café, el precio del oro también fluctúa de acuerdo con las bolsas de Londres y Nueva York.  

 

En 2015, un minero raso, en un día malo, sacaba unos 10 mil pesos y en uno bueno, unos 30 mil pesos, en una época en que el salario mínimo legal era de 628.000 pesos mensuales, fuera de prestaciones sociales. En muchos días, no sacan nada.

 

El oro de aluvión de esta área, lo ofrecen en las compraventas de Riosucio, Supía, Irra, Arauca, Anserma y Manizales. Los dueños de estos negocios lo venden a grandes empresas en Medellín. En las cuentas que hacen del oro, en la capital antioqueña, hay mucho oro caldense. El solo Marmato, a pesar de su miseria social, es otro Potosí aparentemente inagotable desde la prehistoria.

 

La otra forma de explotación del oro es más tecnificada y costosa. Los socios deben conseguir el permiso legal y varias retro-excavadoras, fuera de las canaletas para conducir el material al lugar del lavado que realizan utilizando el funesto cianuro. Los daños al medio ambiente y el paisaje son pavorosos. Visitar uno de esos sitios de explotación es ir a ver lo que quedó después del paso de un tsunami. 

 

Los habitantes tradicionales del Kilómetro 41 no tenían para dónde coger pues los propietarios habían cerrado la explotación de la Hacienda Canoas que daba trabajo a centenares de cogedores de cítricos como también la Hacienda panelera El Indial, además de Palermo, La América y otras pues los dueños negociaron las tierras para la construcción de condominios de descanso y cultivo de maracuyá.

 

Quedaban muchas haciendas de variado tamaño en las que, con unos cuantos vaqueros, cuidaban extensos potreros llenos de ganado o en establos; luego, la dedicación de muchos predios a condominios en los que las cabañas permanecían vacías, la mayor parte del tiempo, mientras los propietarios vivían en ciudades para ir de visita en vacaciones, fines de semana o temporadas cortas, hicieron que la población sin trabajo del Kilómetro 41 emigrara a las ciudades o se dedicara a las minas de oro, al borde del río Cauca.

 

Aparecieron muchos aventureros y grupos familiares y de esta forma fue creciendo, en forma espontánea, el área del caserío. Cuentan que, entre las 200 familias que, en 2013, invadieron la Hacienda Potrerillo que, antes de confiscarla, perteneció al hermano de un famoso traficante de drogas ilícitas, llegaron muchos mineros de sitios próximos y lejanos buscando un oficio. Un día murmuraron “Tal vez bajo otro cielo…”, y emprendieron el éxodo a las orillas del Cauca.

 

Al comienzo del siglo XXI, eran pocos los que hablaban de que, en el Kilómetro 41, hubiera gente dedicada a abrir huecos para buscar oro. Luego, a los desplazados de otras latitudes, en la prolongada crisis cafetera, se unieron viejos cogedores de café de Arauca, Filadelfia, La Merced, Risaralda, Anserma,  Riosucio, Supía (Cds.)  y Quinchía (Rda.).

 

El movimiento del 18 y 19 de febrero de 2015 transcurrió entre el mutismo del gobierno central y de los medios de comunicación que, si mucho,  lo  mencionaron  lánguidamente. Se inauguró con la muerte, en un accidente de trabajo, de dos mineros víctimas de las leyes que los compañeros demandaban, esa mañana, en las carreteras centrales del país. Un capítulo más de los movimientos populares regados con sangre del pueblo colombiano.

 

El 13 de mayo de 2015, en horas de la mañana, en las minas de oro Don Leo y de Mauricio, ubicadas en la vereda El Playón, junto al Túnel, entre la población de Irra y La Felisa, al borde del río Cauca, se apagó la energía eléctrica que movía las motobombas que expulsaban el agua de una profundidad de 30 metros por lo que se ahogaron, dentro, 15 mineros.

 

La boca del túnel bajaba verticalmente 30 metros y, al encontrar la peña, seguía en dirección horizontal, hacia el norte, unos 100 metros, debajo del torrentoso río Cauca; del cauce del río se filtraban cortinas de agua a los túneles que las motobombas extraían de las profundidades para que los topos humanos no se fueran a ahogar. Esa cruel posibilidad llegó.

 

Yéison Gutiérrez narró que, a las 9:30 a.m., él y los compañeros, dentro de la mina, sintieron una fuerte corriente de aire. “Ahí nos percatamos de que algo iba mal. Yo entré al fondo a avisarles a los otros compañeritos. Mientras me fui a informar, una corriente de agua me cogió y me impulsó más adentro. Lo que me salvó a mí fue que un compañero que falleció me ayudó empujándome un poco; me hizo señas de que me saliera; ya el aire, el agua, los baldes que uno carga, todo hacía presión”. El hombre salió gateando, esquivando lodo, piedras y tablas. Cuando llegó al túnel de salida tenía el agua a la cintura. “Entonces me agarré fuerte de la cuerda y empecé a subir” (El Tiempo, 15 de mayo de 2015, p.2).

 

Detrás de Yéison subía otro minero agarrado a la misma cuerda pero los gases que salían del fondo de la mina lo emborracharon, se desprendió y cayó. Un compañero se lanzó a cogerlo pero también lo asfixiaron los mismos gases. Nacía y se ramificaba la leyenda; la realidad y a su lado el recurso de la invención.  Dicen que, en un socavón, cuando los mineros empiezan a sentirse asfixiados por los fuertes gases es porque están más cerca de una cantidad deslumbrante de oro y eso aviva la ambición. Esa ambición hace que los mineros se enceguezcan y no retrocedan a pesar de tener tan cerca la muerte. 

 

Contemplar los rostros de las familias de aquellos mineros atrapados por el agua dentro del socavón, era darse cuenta del dolor por la incertidumbre de no saber si su ser querido (padre, esposo, hermano, tío, novio, vecinos), estaba vivo o muerto. Doña María E. Hernández esperaba fuera de la mina noticias de un hijo, un hermano y un primo. Ver la aglomeración de gente era hacerse a una imagen descarnada de la miseria, del hambre, de la exclusión social. Una división social que,  desde tiempos precolombinos,  pasó a la Colonia y luego continuó a través de la República. El oro para unos pocos y la miseria para la mayoría. Este es el enfoque social de la minería que se ha menospreciado en nuestra historia.

 

Más de dos mil personas laboran en las cincuenta minas de este sector por lo que, por los días de la catástrofe se presentó una semiparálisis económica en Irra, Riosucio, Supía y otras localidades pues, en gran parte, esas poblaciones han vivido de la minería y los mineros cayeron en una situación de crisis que les impedía seguir trabajando en estas y otras minas.

 

Esa parálisis económica los llevó a cometer actos catalogados por muchos como insolentes. Aunque los mineros fueron los que más lucharon por rescatar los cuerpos de sus compañeros,  “a las diez de la noche del 21 de mayo, un grupo de mineros fue retirado de las operaciones de rescate por órdenes de un ingeniero de la Agencia Nacional de Minas. El motivo fue que el funcionario vio sacando oro, cuando la prioridad en ese momento era el rescate de los compañeros. Los ánimos se caldearon y mientras unos familiares rechazaron el hecho, otros pidieron que no fueran retirados porque ellos eran los que conocían las minas y servían de guías a los socorristas” (La Patria, 23 de mayo de 2015, p.24).

 

Causaba desconcierto darse cuenta de que mientras los mineros del Alto Occidente de Caldas contemplaban consternados, a boca de mina, la impotencia de los organismos oficiales para sacar los cuerpos de sus compañeros, también en las minas de oro ubicadas en los Farallones de Cali, el número de personas que acudieron a buscar oro, hubiera ascendido a un 150%.

 

Era triste saber que las grandes minas de Marmato estaban trabajando a media marcha, por orden de los dueños extranjeros y los pobres que se rebuscaban con qué comprar una libra de arroz eran tratados por el Estado como delincuentes.

 

¿En dónde han estado los ministerios de Minas y de Medio Ambiente en el momento de tantas tragedias?  Y, ¿las corporaciones regionales? ¿En dónde se ubican la Unidad Nacional de Riesgo (UNGRD) y la Agencia Nacional de Minería que los colombianos no habíamos oído hablar de ellas pese a tantos desastres? ¿Dónde ha estado el gobierno desde antes poniendo orden?

 

Los desastres en las minas de oro, en el municipio de Riosucio (Cds.), cercanas al río Cauca (13 de mayo) y la avalancha de una quebrada en Salgar (Ant.) que dejó un número de aproximado a los 100 muertos (18 de mayo), coincidieron con la Cátedra Territorios Resilientes puesta en marcha en Pereira por CorpoRiesgos, la Campaña Mundial Desarrollando Ciudades Resilientes de la Oficina de las Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres (UNISDR). “En la cátedra se discutieron temas relacionados con la Gestión de los Riesgos y la planificación estratégica para la resiliencia en nuestros territorios. La resiliencia es la capacidad que tienen las personas de afrontar una amenaza” (César Giraldo D., 22 de mayo de 2015, p.5).

 

En esa cátedra debatieron de que, en una emergencia eventual, se debería invertir un 70 % de sus recursos en estrategias de prevención de desastres y el 30 % en la atención de los desastres. “Hay que tejer nuevas estrategias que minimicen el impacto del riesgo en las zonas urbanas que estén cerca a una amenaza” (Ibid.).

 

En esa misma cátedra, el consultor español Óscar Armas Bayoll  comentó que, en Colombia, se aprobó en 2011, la Ley 1523, de gestión de riesgo pero “ha sido un proceso que lleva cinco años aunque, para que se desarrolle (o implemente), pasarán unos 10 años más” (Ibid.).


“El gobierno tiene abandonada a la pequeña minería. No destina ni un peso para mejorar nuestras condiciones de seguridad” (La Patria, 17 de mayo de 2015, p.11). Fuera de la falta de prevención, en el tema concreto de la minería, no reconoce a los asalariados ni riesgos laborales, ni pensión de invalidez o vejez, ni cesantías. Los papeleos son lentos y las solicitudes pueden durar en los escritorios oficiales hasta 10 años.

 

Luego de la tragedia llegaron las justificaciones, las reconvenciones, las excusas y las ideas luminosas que antes habían brillado por su ausencia. “El transformador que estaba alimentando la mina no se encontraba registrado en el sistema de la Central Hidroeléctrica de Caldas (Chec), ya que fue instalado sin autorización de la empresa y sin el cumplimiento de los requisitos legales”, afirmó la empresa en un comunicado.

 

“Uno de los propietarios de la mina aseguró que ellos no eran los únicos que utilizaban el servicio de energía de esta manera ya que en la zona hay cincuenta minas más, todas artesanales. El hombre explicó que con este sistema venían trabajando desde hacía 10 años. No estamos robando nada. Dijimos: queremos comprar los contadores pero la Chec no ha agilizado la cosa para legalizar el servicio” (El Tiempo, 15 de mayo de 2015, p.2).

 

Diez años y todo igual. A lo que la Chec respondió: “Ya estábamos acordando el tema de la legalización (de la energía) pero hubo un obstáculo porque les pedimos a los mineros los títulos de las minas y solo algunos tenían solicitudes en proceso”.  El abogado de uno de los dueños preguntaba: “Si la Chec sabía que existía un supuesto robo de energía, ¿Por qué no vinieron y dijeron: A partir de mañana ya no habrá luz; vamos a bajar el transformador?” (Ibid.). Se pasaron la pelota los mineros y la Chec.


El Procurador General de la Nación, Alejandro Ordoñez, en el congreso Nacional de Minería y Petróleo (CINMIPETROL), declaró, en forma tajante, que “de 8.5000 solicitudes de formalización, solo una fue aprobada y el resto están archivadas o en evaluación” (El Tiempo, 18 de mayo de 2015, p.1).

 

El desastre ocurrió el miércoles, en la mañana, y el presidente Santos apareció descendió de los cielos, en un helicóptero, en la tarde del lunes siguiente,  tratando de dirimir acusaciones al sostener ante la televisión nacional que la energía eléctrica no se había ido aquel día y que todo fue culpa del río Cauca que se metió a la mina. (Siempre, la culpa es de la vaca). Sí, pero, ¿por qué se metió a las 9:30 a.m., de ese martes?  Falta de reglamentación y prevención. Pero, bueno, “Roma locuta”. Absolvió a la Chec.  Con el paso de los días, de ese pase de pelota no quedó sino el olvido.

 

Se hubiera justificado la visita presidencial si hubiera aparecido con los decretos firmados por él y los ministros correspondientes en los que se establecía que los mineros artesanales desde ese lunes contarían con la seguridad social.

 

Con anterioridad a estos hechos, en el Kilómetro 41, había conocido un adolescente (Leandro) que estudiaba en el Colegio de ese corregimiento y, los fines de semana, su tío (J. Guillermo) le consiguió cupo en una mina, por Ahogaperros, un sitio ubicado a una hora, a pie, caminando desde el Kilómetro 41 hacia Arauca. Con los centavos que ganaba trabajando en esa mina, seguía estudiante la semana siguiente. Como su cuerpo no era voluminoso, se encargaba de arrastrar los baldes con la tierra desde lo profundo de la mina hasta la cuerda que los subía. Un día de septiembre de 2014, dentro de la mina, se desprendió una piedra y le trituró una pierna. La madre de Leandro trabajaba en una cocina, en Manizales, también sin seguridad social.

 

La planta eléctrica que alimentó las motobombas para extraer el agua y así poder sacar los 15 cuerpos fue prestada por el canal de televisión regional Telecafé, pero al segundo día se quemó.  Con tanta improvisación se constató que el Estado solo tiene indiferencia, mutismo e imprevisión perpetua cuando se trata de apoyar al pueblo.

 

Al  tercer día después de la tragedia solo habían rescatado cuatro cuerpos. Al sexto día ya eran cinco. A los 10 días habían recuperado 11 cuerpos. Las fotos tomadas con teléfonos celulares eran dantescas. Los compañeros de socavón reaccionaron con ira y angustia porque el personal de Ingeominas, la Defensa Civil y la Cruz Roja no sabían afrontar las técnicas de ingreso a una mina, no sabían hacer un nudo específico, ni entablar para reparar lo desprendido e inundado, ni avanzar en pantaloneta por los vericuetos cubiertos de lodo de los  socavones. En las entradas a las minas Don Leo y de Mauricio, los mineros seguían bloqueados por “unos señores que aparecieron de chalecos y sombreros”.  Un minero comentaba ante las cámaras de un noticiero de televisión: Cuando llegaron, ese día, fuera de un teléfono celular, no traían nada en la mano.

 

 Al preguntarle a una señora cómo se sentía dijo que “muy feliz pues al fin encontré en la morgue de Pereira a mi esposo, mi hijo y mi yerno”. El poeta respondería: “Hasta las propias penas nos hacen sonreir.

 

Los pocos que se quedan con el oro soplan al oído de los legisladores las leyes que los favorecen; determinan lo que es legal y lo que es ilegal para sus intereses. Pero, luego de tantos fracasos y oportunidades desperdiciadas, es hora de legalizar otras formas de minería como es la minería artesanal grupal o comunitaria, que no tiene por qué ser sinónimo de ilegalidad. Que las autoridades no  persigan a los que, por no tener otras fuentes de trabajo, se atreven a meterse en trampas mortales, sudando con  picas en las manos, entre nubes de zancudos sedientos de sangre fresca, con la vida pendiente de un derrumbe o de la emanación de un gas letal, en la apremiante búsqueda de una aguapanela para su familia.