EL SELLO DE UNA BUENA SAZÓN

                                                                                                                          Octavio Hernández Jiménez

 

 En la cocina hogareña, las manos de las mujeres, casi siempre, trasmutan los productos comarcanos producidos por la naturaleza, en comidas, la mayoría de las veces, de excelente sazón.

 

 Sazón tiene que ver con disfrute, gozo, placer, refugio. Sazón tiene que ver con el punto exacto de una preparación culinaria. El gusto de quien prepara un alimento aprobado por los que lo degustan. Sazón, manera acogedora de cocinar. Sazonado, dice el diccionario, es sabroso, bien aderezado. La sazón cuenta con su encanto. 

 Ser aclamado por la buena sazón es alcanzar que lo preparado salga como los comensales anhelan. Estilo peculiar o tradicional en las técnicas de conservación de ciertos alimentos; fórmula inspiradora de adobar, salar, endulzar, mezclar, espesar, licuar, combinar, cocinar, freír, sofreír, demorar al fuego, reposar hasta servir.

La sazón equivale a la varita mágica para expresarse por los sabores, olores, sabores, colores, texturas, sensaciones que provocan, sentimientos que despiertan y nos hacen ver que, estamos en el lugar indicado para celebrar la vida.

 

La buena sazón tiene que ver ante todo con los ingredientes y la forma de preparar la comida pero también hay que tener en cuenta que una receta no sabe lo mismo si se cocinó en un fogón de leña, qué clase de leña, o en un fogón activado con otro combustible moderno; unos deliciosos amasijos, una buena bebida; si seleccionaron la vajilla adecuada, si lograron fomentar un  ambiente acogedor, una buena compañía, agudos apuntes para compartir, una música acorde con la ocasión, un lugar placentero, la excelencia del servicio.

 

Tal vez, bajo un árbol frondoso, en una mesa limpia, un bello mantel y los aromas que impregnan el ambiente logren que esa comida se vuelva inolvidable.  Se juzga la sazón de alguien, igual que en el arte, como signo de talento; casi como un don divino.

 

La buena sazón es algo más complejo que el simple sabor de los alimentos. Nace en impulsos del cerebro como origen y receptor de unas sensaciones no solo corporales sino síquicas que el cerebro interpreta e identifica. Va mucho más allá de los caprichos o los aciertos individuales. La sazón tiene que ver con otros sentidos relevantes, con costumbres, educación y hasta reacciones sicológicas y fisiológicas que pueden llevar al repudio y el dolor. René Descartes habló, en el siglo XVII, de conexiones entre el mundo exterior y el cerebro por medio de unos cables; luego se avanzó en descubrir que ese cableado está compuesto de neuronas sensitivas que empiezan en la piel e informan sobre los cambios en el entorno, como el calor, el frío, sensación de bienestar e incomodidad y otras que contribuyen a la supervivencia de los individuos. De igual forma existen otros sensores para los sabores que el cerebro identifica como gusto.

 

Las nanas (o niñeras) ocupan un difuminado lugar entre las empleadas y la familia. A muchos bebés de dos o tres años no les gusta la sazón de la mamá sino de la nana que los cuida en los días de la semana. Los sábados por la tarde, cuando la nana se va para su casa, la madre del bebé se encarta porque al niño o niña no les gusta lo hecho por  personas distintas a la nana. La madre hace fuerza cuando ve a la nana empacando para salir a disfrutar de su día libre. 

 

A veces, un miembro de la familia se atreve a preguntar a la abuela, la madre o la señora de la cocina: - ¿No cierto que esta arepa no la hizo usted? O, en un restaurante de confianza: - ¿Cambiaron a la señora que hacía los tamales? En ese momento, la persona interpelada siente esa pregunta como un reproche o como una condecoración a su labor incansable.

 

Si una persona deprimida, triste, llorosa, enferma o desganada se pone a hacer la comida para la familia, lo que hace puede quedarle insípido, aguanoso, amargo, sin sazón. Las abuelas no cambian las recetas y formas tradicionales de cocinar sus platos por temor a que la prole le rechace la novedad. Con el correr del tiempo, la familia se apegaba a las formas culinarias de las madres, las abuelas, las tías o las nanas como si se tratara de una fórmula ideal con la que nada se puede equiparar. Comer lo que hacía la abuela es una acertada fórmula dietética para los tiempos modernos de chitos, papitas fritas y snaks.

 

Para mi amada Luzdary, no hay imagen más desoladora que la de una casa con el fogón apagado. Al fin de cuentas, hogar viene de hoguera. Quizá, las bisabuelas y abuelas  empezaron las lecciones de cocina lavando trastos, entrando y encarrando la leña del patio, barriendo la cocina con escobas de ramas, sacando las gallinas para que no estorbaran; luego, aprendieron a hacer aguapanela, a pilar maíz para la mazamorra o molerlo para las arepas.

 

Poco después, la adolescente aprendió a elaborar un hogao, llamado hogo, en el sur, la salsa colombiana por excelencia, en la que rallan o pican en forma menudita el tomate de aliño, la cebolla larga, unos dientes de ajo machacado, poca sal, pimienta al gusto, lo que sofríen en aceite. En el hogao no solo cuenta su delicioso sabor sino que contribuye al color y la estética del plato ya servido.

 

Poco a poco, las mujeres lograban la destreza en el usos de ingredientes como el ají pajarito  utilizado en el hogao para los sancochos. Si se trata de añadirle sabor a la empanada ese picadillo se prepara con ese ají que lo que tiene de chiquito lo tiene de picante; el ají estaba presente en la alimentación de los pueblos precolombinos de esta zona; crecía en huertas junto a los bohíos. Se machaca y se mezcla con cebolla larga, tomates maduros picados en forma menudita, dos cucharadas de vinagre, sal al gusto, 2 dientes de ajo machacado y 2 cucharadas de limón. Esta mezcla estimula los sensores del gusto. ¡Qué sancocho o qué empanadas tan deliciosas!

 

En el Gran Caldas, han hecho parte de la cocina hogareña legumbres como la papa fina, la papa criolla, la papa parda, zanahoria, habichuela, cebolla de huevo, cebolla de rama, plátano verde, plátano maduro, guineo, banano, tomate de aliño, tomate de riñón, zanahoria, repollo, pepino cohombro, pimentón, arveja, yuca, arracacha, berenjena, remolacha, pepino zoquete o de rellenar, auyama, fríjol, blanquillo, garbanzos, coles, coliflor, ajo, apio, chócolo, guasca, acelga, lechuga, espinaca, perejil, brócoli, bolo, cidra, cilantro; además de frutas como limones, naranjas, mandarinas, papaya, piña, curuba, granadilla, guayaba dulce, guayaba manzana, guayaba agria,  mangos, maracuyá, guanábana, manzanas importadas, manzanas de Salamina,  mora, pera, tomate de árbol, brevas, uchuva, zapote, fresa, durazno, carambolo, y el infaltable aguacate del que hay varias clases para escoger. Otra escueta y sabia fórmula dietética puede ser: Coma de todo lo que se pudra.

 

Una mujer acostumbrada al espacio de la cocina de su casa, a los productos de su entorno, a los condimentos de su huerta o de la tienda que frecuenta, se siente incómoda cuando le toca ejercer su ministerio en otra cocina, con otros ingredientes, trastos y utensilios, o acompañada de personas que tratan de intervenir en el proceso. A veces, llega a sacarla de manera no muy amable: - Aquí no venga a estorbarme.

 

La luz que domina el recinto, las corrientes distintas de aire, la ubicación de las llaves de agua y de gas, el lavaplatos y los fogones situados, a veces, en lugares incómodos para ellas, provocan resultados distintos al servir los alimentos. No solo eso: las señoras destinan determinadas vasijas, ollas, perolas, cacerolas, cucharones para ciertos alimentos que, en una nueva cocina, las personas que están acostumbradas a utensilios tradicionales trastocarán, en detrimento de un resultado que, antes, ya tenía asegurado.

 

La responsabilidad inmediata, en una cocina, arranca desde el momento en que se piensa en qué hacer, con qué hacerlo, llevando la cuenta de los ingredientes y cantidades de lo que hay y de lo que se necesita, incluyendo el desayuno, el almuerzo con la comida ‘del peregrino’ (o sea el que aparece sin avisar a la hora exacta en la que los de casa están sentados a la mesa).

 

No hay nada más desagradecido que el trabajo de una mujer, en la cocina: madruga a mover ollas, abrir llaves, trajina todo el día y, en la noche, a la hora de cerrar la que ha sido su oficina diaria para irse a realizar otro oficio o ir a descansar, la mujer mira la cocina y todo está limpio e impecable; no aparece nada visible como resultado de su abnegado batallar. 

 

 

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